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"Imaginando una procesión de cofradías en Lagos en el siglo XVIII"

  • Nayeli Guadalupe Torres Beltrán
  • 8 jun 2016
  • 4 Min. de lectura

Nuestra Señora de la Soledad. Fotografía de Mario Gómez Mata

En este artículo que presentaré una procesión de cofradía en Semana Santa. Es un fragmento de mi tesis de licenciatura, llamada “Prácticas religiosas y gastos superfluos de las cofradías de Santa María de los Lagos, 1716-1858”. Gracias a las fuentes, la biblia y la bibliografía logramos describir una procesión, claro imaginada, pero con los elementos que nos permitieron visualizar el paisaje religioso y rural de Santa María de los Lagos. Los documentos o libros de las cofradías son los que mencionan estos elementos representativos de la pasión de Cristo, como: personajes, imágenes, lugares y símbolos, tanto generales como locales. La descripción de la procesión se tomó de dos libros de cuentas de cofradías, la cofradía de Nuestra Señora de la Asunción y principalmente la de Nuestra Señora de la Soledad y Santo Entierro, las dos pertenecientes al siglo XVIII. En esta última cofradía mencionada se encontró un inventario de una procesión y el cual es el hilo conductor de toda nuestra descripción.

Una procesión era la expresión de la devoción, del poder, de la riqueza, de la identidad, pero sobre todo era la pieza importante de las manifestaciones de fe en la sociedad virreinal. Toda una representación teatral, que modificaba los espacios profanos, convirtiendo por un momento hasta al más modesto pueblo o villa en la Jerusalén de los tiempos de Cristo. Podemos imaginar brevemente cómo era una de esas jornadas en una villa como la de Lagos en el siglo XVIII. Por ejemplo, en un Viernes Santo, antes que el gallo cantara, los cofrades ya se encontraban atareados. Los altares se adornaban con largas cortinas o frontales blancos y negros de damasco, con alfombras de lana, y en ellos se colocaban manteles con encajes finos de Flandes. Las flores adornaban y aromatizaban la iglesia parroquial, los cirios y la cera se convertían en la llama de la vida eterna de Cristo. Las imágenes religiosas, sobre todo las advocaciones marianas salían de la parroquia marchando en seda, pequín, tafetán y tisú.

En la procesión se llevaba todo un orden ceremonial, propio de una corte celestial. Se presentaban las autoridades eclesiásticas, autoridades civiles, los mayordomos de las cofradías. Las Doñas y doncellas con tan solo su presencia imponían estatus y linaje, pues portaban telas ricamente bordadas, vestidos de largas caudas, peinados altos, pies pequeños y corsés que moldeaban cinturas diminutas. La opulencia se notaba en las vestimentas de moda española, francesa e inglesa, se reflejaba en la diversidad de las telas y formas. Todo un contraste con el pueblo “elegido por Dios”, que iba descalzo por las calles, con calzón para los indios y jubones floreados para las indias, que acompañaban a su patrona entre piedras, tierra, charcos, excremento y lodo. Pero la vanidad y riqueza no la portaba tanto la carne humana, la fortuna y pompa también pertenecían a las imágenes religiosas. Las vírgenes lucían como rayos resplandecientes con sus vestidos bordados con hilos de oro y plata, con sus coronas, con launas, con zarcillos, con sus resplandores y báculos que imponían y dejaban encandilado o deslumbrado a alguno que otro devoto.

Los estandartes, guiones, medallones y escudos no podían faltar, pues en ellos los cofrades representaban su identidad y devoción. El ambiente se llenaba de diversos olores, tierra mojada, incienso, copal y sudor que provocaba en el pueblo una experiencia olfativa celestial. Entre tanta gente sólo las personas importantes se podía diferenciar, señores respetados de sombreros de cuatro puntas, clérigos y diáconos con dalmáticas y capa pluvial, que guiaban a la procesión por medio de los símbolos de la pasión. Todo el pueblo atento miraba la narrativa de la historia de su salvador. En medio del tumulto, junto a los penitentes, locos y desdichados que llevan los ojos vendados y las manos atadas, se alzan los emblemas de la prueba divina, las cruces de alquimia, oro y plata. La gente elegida llevaba los símbolos del sufrimiento de Cristo, la oración del huerto, el cáliz, el gallo, la condena y las treinta monedas el precio de la sangre del hijo de Dios. La gente del pueblo rememoraba el sufrimiento de Cristo, volvían a surgir emblemas de la pasión, la columna, la Corona de espinas, la caña, el látigo, los martillos, los clavos y la lanza. Detrás de ellos, surgía una imagen melancólica y de carácter doloroso, como la del Señor de la Humildad y Paciencia.

El cortejo continuaba con los símbolos, el centurión, la calavera, los dados, la túnica. Los cantores de voces angelicales acompañan a Dios y todo su pueblo. A lo lejos un sacerdote pronunciaba Elí, Elí lamá sabactani, dan las tres de la tarde, la hora se anuncia, el hijo de Dios ha muerto. La procesión sigue su curso. Aparece la cruz donde se encuentra tendido el cuerpo del Jesucristo, en la cruz se distingue un INRI grabado en plata. Desfilan varias imágenes con sus cofrades airosos, con vestimentas de capa negra o blanca, acompañan en su travesía al hijo de Dios.

Todos estos elementos expuestos formaban parte de una procesión, que eran magnas, meticulosas y extensas. En la Semana Santa las procesiones tuvieron una importante presencia que le dieron paisaje urbano y rural un carácter devocional, religioso y colorido, sobre todo por el uso de sus túnicas, emblemas y símbolos distintivos de sus procesiones y de congregación. Se demuestra y se ha demostrado que con los trabajos a través de la Historia Cultural se puede recuperar de una forma clara la tradición medieval y que se seguía practicando durante el siglo XVIII.

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