top of page

Los “indecentes pantalones”: un apunte sobre la secularización de la vestimenta en el coro de la Cat

  • David Carbajal López Universidad de
  • 4 ago 2016
  • 4 Min. de lectura

El 18 de enero de 1804 se presentó ante el Cabildo Catedral Metropolitano de México una reconvención de uno de sus integrantes, José María Bucheli, sobre el traje “indecente e indecoroso” que llevaban los músicos cuando subían a uno de los espacios más sagrados de la Catedral, el presbiterio del altar mayor, para tocar en las misas en honor del beato Felipe de Jesús. Dos prendas suscitaban en particular el escándalo del distinguido eclesiástico: las chaquetas, pero sobre todo los pantalones (Archivo del Cabildo Catedral Metropolitano de México, Actas de cabildo, libro 61, f. 175). No fue la última vez que esa prenda fuera materia de las discusiones en la sala capitular, Bucheli fue el más sensible al respecto, pero sus colegas canónigos solían concordar de inmediato en su carácter al menos “irregular” en los espacios sagrados. En 1807, este declarado enemigo del pantalón denunció al músico Simón Borián por presentarse así en el coro, por lo que unánimemente se acordó que se impusiera a todos los músicos asistir “de traje honesto”, bien que fue necesario un recordatorio en ese sentido en 1817 (libro 63, fs. 111v-112 y libro 68, f. 255). A pesar de las amenazas y de que los apuntadores de la Catedral cumplían con el mandato de los canónigos, no faltaron los músicos que siguieron llegando con esa prenda “deshonesta”. En septiembre de 1819 fue el músico José María Castro quien, para recuperar la multa que se le había impuesto, fue obligado a “comprar calzones y manifestarlos al padre Apuntador” (libro 69, f. 151).

Hoy que la consideramos como la prenda masculina por definición, podría parecernos extraño este rechazo a los pantalones como una prenda adecuada para asistir a estos espacios sagrados; asimismo, puede parecernos casi irrisorio que los graves canónigos de la Metropolitana de México, cargados de grados universitarios y responsabilidades públicas, se ocuparan de vigilar la vestimenta de sus asistentes seglares. Sin embargo, ambas cosas eran perfectamente comprensibles en los inicios del siglo XIX. Aunque no ha sido un tema particularmente abordado por la historiografía de tema religioso, la vestimenta fue sin duda una de las grandes preocupaciones del clero a lo largo del siglo XVIII. No era raro, en general la vestimenta era (lo sigue siendo hasta cierto punto) fundamental para establecer la identidad de las personas. El trabajo clásico de Norbert Elías, La sociedad cortesana, lo muestra bien: el ser social de los individuos estaba identificado con su representación. Elías escribía sobre la corte francesa del siglo XVII; empero, es una idea válida también para el siglo XVIII novohispano dados los esfuerzos que entonces tuvieron lugar para establecer de manera clara las jerarquías sociales. Los obispos de esa centuria emitieron edictos insistiendo en la “honesta” presencia clerical en las cuales el traje (talar de preferencia, negro en cualquier caso), la tonsura y en general el arreglo personal eran fundamentales. En Guadalajara hubo edictos sobre el tema de prelados tan distintos y tan distantes en el tiempo como Diego Camacho y Ávila en 1707 o Juan Cruz Ruiz Cabañas en 1803. Desde luego, esto implicaba también insistir en cómo no debían vestir los seglares: en la Ciudad de México en la segunda mitad del siglo, tanto el Cabildo Catedral como el arzobispo Alonso Núñez de Haro se preocuparon por el tema de los “monigotes” y las “beatas”, seglares que llevaban trajes imitando el de los eclesiásticos, en concreto, los hábitos de los religiosos.

Es por ello que el Cabildo Catedral cuidó también de que su coro de infantes, acólitos, sacristanes, e incluso mozos de sacristía se presentaran en la iglesia con vestiduras “decentes” y conformes a su condición. Largo sería enumerar aquí las numerosas ocasiones en que debieron corregir a esos asistentes seglares que se cambiaban en plena iglesia, o que salían a almorzar con la sobrepelliz puesta. Esto es, los canónigos se preocupaban, por lograr que sus trabajadores interiorizaran la distinción entre lo sagrado y lo profano, y asimilaran la ropa que debían portar en uno y otro ámbito. Ahora bien, el pantalón justo caía del lado de lo profano, para los canónigos el traje decente y honesto estaba formado por el clásico calzón a la rodilla, y podemos imaginar que completado por chupa, casaca y zapatos de hebilla. El pantalón es el más representativo, pero además en las actas que hemos citado se mencionan también las botas y la chaqueta, prendas que se iban introduciendo en el mundo hispánico a principios del siglo XIX, y que quedaron asociadas con la moda, en particular la francesa, por tanto con el pecado de la vanidad, e incluso con algunos estereotipos que cuestionaban la masculinidad de quienes los portaban, como el de currutaco.

El propio clero y algunos diarios emprendieron la lucha entonces contra esos varones jóvenes, ridiculizándolos. El 1º de enero de 1806, por ejemplo, el Diario de México (t. 2, núm. 93) publicaba unos versos titulados “El currutaco temeroso de que lo cojan” en que se les describía como: “Los que de sus botas/ se cubren las piernas,/ los que chupan puros,/ y andan como hembras”. Desde luego, se reprochaban también sus costumbres mundanas: “oyen misa a medias,/ los que van al teatro/ sólo a que los vean”. El teatro, el baile y la galantería eran sus distintivos. En ese sentido, el problema con los músicos de la Catedral era que se atrevían a introducir una moda explícitamente profana en los espacios más sagrados de la más importante iglesia del reino de Nueva España. Hubo que esperar hasta 1828 para que los canónigos cedieran ante los nuevos tiempos. El 8 de enero de ese año, considerando que ahora el pantalón lo llevaban “los sujetos más distinguidos” (libro 71, fs. 308v-309) lo permitieron, pero con algunas prevenciones: “no anchos ni con bota, sino angostos con zapato y atados a la pierna con media negra igual al pantalón”.

Casi sobra decirlo, los canónigos debieron insistir en más de una ocasión en estas reglas, frente al uso del pantalón suelto bajo el traje talar o la combinación con botas (libro 72, f. 48 y libro 74, f. 26v). El control clerical del traje de varón se debilitaba incluso en los propios espacios controlados por los canónigos. En ese sentido, el pantalón resulta un símbolo del proceso de secularización, la reducción progresiva del ámbito propio de lo religioso, que se intensificó en el mundo occidental en el siglo XIX.

Comments


LA REGIÓN DE LA HSTORIA

BLOG DE INVESTIGACIÓN Y DIVULGACIÓN HISTÓRICA 

© 2016 blog la región de la historia. Proudly created with Wix.com

bottom of page